lunes, 19 de agosto de 2013

Punta Cana en primera persona


El viajar es un placer (de a ratos no tanto)

Si hubiese que elegir una situación y un lugar ideal para estar con la persona que uno quiere, es muy posible que muchos coincidamos en que es la playa.
Si a esto le sumamos el combo Mar Caribe – All Inclusive, la oferta es prácticamente irresistible.
Una semana en esos escenarios,  descansando, tomando y comiendo a más no poder, es lo más cercano al paraíso que uno puede imaginar.
Sin embargo hay un elemento que no podemos obviar, y que muchas películas hollywoodenses se han encargado de retratar. En algunos casos, casi con la malicia de quien no puede ver que esa perfección es real, y que no puede soportar que haya gente que lo elija año a año. Estamos hablando de las tormentas tropicales.
Sabemos que existen, claro está, pero todos los que elegimos estos destinos lo hacemos convencidos de que no nos va a tocar experimentarlas. Sabemos que pueden ser muy fuertes, pero nos negamos a creer que sean tanto como nos cuentan. En conclusión, las desechamos, las ninguneamos. No fui yo la excepción por supuesto.
Contratamos con ella un paquete a Punta Cana por una semana. Siendo algo previsor, me tomé el trabajo de averiguar el clima. “Chubascos aislados” fue lo más fuerte que leí. Nada que me provocara preocupación. Una vez allí, lo único que veíamos para arriba era el sol. El mar y las piletas nos ayudaban a creer que efectivamente estábamos donde creíamos: El paraíso.
Un paraíso que advertíamos en cada rincón del lugar. El hotel, la habitación, los bares. En todos lados experimentábamos placer. Todo era hasta ese momento, y con justa razón, prácticamente perfecto.
Cierta noche, no más allá de la 1 de la mañana, comenzamos a sentir algo raro.
Una sensación muy extraña nos hizo despertar.  El calor hacía necesario dormir con aire acondicionado prendido, con lo cual los sonidos que pudiera haber fuera de la habitación eran prácticamente imperceptibles.  Quizás ese silencio ruidoso fue el que nos provocó esa inquietud. Lo primero que advertimos en medio de ese desconcierto, era que el aire se había apagado. Todavía con esas dudas que uno tiene cuando se despierta en medio de la noche y casi como previendo qué podía estar pasando, osamos correr la cortina que nos comunicaba con el exterior.  Fue en ese mismo momento cuando nos dimos cuenta que estábamos siendo los protagonistas de nuestra propia película de terror.
El viento azotando las ventanas con un chiflido diabólico, y las
palmeras zarandeándose de acá para allá, pueden provocar en la mirada y el pensamiento la  escena más tenebrosa que uno puede experimentar.
Nuestras caras de susto no hacían más que confirmarnos que lo que estábamos viendo era real.
Son esos momentos en que uno recurre a ese sentimiento tan poco presente al momento de planificar unas vacaciones: El arrepentimiento. Nuestra siguiente reacción fue la más peligrosa de todas: Empezamos a tejer hipótesis, que como suele pasar en esos momentos, no tenían ninguna lógica.“Esto es un huracán” o “estamos  al mismo nivel del mar, tendríamos que ir a un lugar más alto”, 
Cuando advertimos que el escenario se mantendría con los minutos, hicimos lo que pensábamos que había que hacer: Llamar a la conserjería.  Como se imaginarán, y para que este relato tenga sentido,  el teléfono no funcionó.  En medio de la desesperación, y con el viento como único sonido de fondo, nos levantamos e intentamos ir en persona hacia el lobby del hotel.
La imagen que nos regaló esa puerta abierta fue todavía peor. Pasillos oscuros y una poca gente deambulando. Pensamos en ese momento que estábamos solos en el mundo.  
Nos abrazamos muy fuerte y nos volvimos a la cama a intentar dormir como fuera posible.
A las 11 de la mañana sonó el despertador y bajo un sol radiante nos fuimos a desayunar.
La pileta y el mar nos esperaban otra vez allí como todos los días.  
Nada había pasado en Punta Cana, porque allá también, siempre que llovió, paró.