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Centroamérica en general, y países como Honduras en particular, no abundan en los planes de los viajeros. Sin embargo allí están, existen, tienen su encanto y vale la pena descubrirlo.
Insertos en economías bastante endebles y sujetas en muchos casos a los vaivenes de los poderosos que las rodean arriba y abajo, estos países suelen nutrirse mucho de las influencias externas. Ya al caminar por las calles de Tegucigalpa, se tiene la impresión de estar en un lugar extraño. Una sensación de estar transitando por un lugar ajeno, sin dueño. Aún moviéndose uno por lugares céntricos, el panorama que se ve es de desolación, de olvido. Casi no se ve gente caminando por las calles. Sí en cambio, abundan las fuerzas de seguridad, estatales y privadas, que le transimiten a uno una sensación constante de incomodidad y de peligro latente.
No obstante, la ciudad tiene para ofrecer escenarios naturales muy encantandores. A unos pocos kilómetros de la capital puede encontrarse la ciudad de Valle de Ángeles, que con sus selvas y sus callecitas coloniales logran cautivar a los turistas que la recorren día a día en grandes cantidades.
Tegucigalpa en definitva es eso, una ciudad con un gran potencial, con recursos suficientes como para ofrecer una amplia gama de opciones tanto a sus propios habitantes como a los que la visitan, pero que pareciera estancada en su propia incapacidad de poder progresar.
En conclusión, una ciudad sin alma y un desafío mayor para el turista.
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