martes, 4 de marzo de 2014

Machu Picchu. Camino del Inca.

Capítulo 1: "Yo, argentino"

El día arrancó muy temprano aquél domingo 16 de marzo de 2008. En plena altura cusqueña los tres aventureros ni soñaban con lo que se les venía.
Habían leído relatos e investigado algo sobre lo que podía pasar, pero la realidad estaba dispuesta a mostrar que todo aquello era puro cuento.  La preparación física previa requerida (según los entendidos) había brillado por su ausencia. En algunos casos no había sido más que comprar unas zapatillas medianamente especiales para la ocasión, pero no mucho más.
Se sabe que El camino del Inca es realizado anualmente por cientos de miles de personas. Quizás por eso mismo es que pensaban que no ibn a tener problemas en hacerlo. Tres personas jóvenes de apenas 24 años no podían ser la excepción.  Para ellos, era más bien un paseo y no un vía crucis. La realidad que los esperaba iba a ser bastante diferente.

No más allá de las 7 de la mañana sonó el teléfono de la habitación del pintoresco y colonial hotel en el que se hospedaban. Un rico y saludable desayuno con té de coca y proteínas los esperaba para empezar ese día lo más arriba posible. El mal de altura (o soroche) del cual habían sido advertidos había hecho mella solo en uno de ellos,  aquél que paradójicamente estaba más entrenado de los tres: Gonzalo. Andrés y Federico en cambio, parecían no haberlo padecido hasta ese momento.  Volvieron a la habitación, recogieron sus enormes mochilas expedicionarias y se subieron al micro que horas más tarde los iba a depositar en el famoso Km.82 de Ollaytantambo, punto cero del citado Camino.
Muy de a poco iban desapareciendo los pocos vestigios de urbanización para comenzar a asomar paisajes más propios de una película antigua que de cualquier otra cosa. Ese primer viaje se pareció bastante a un viaje en el tiempo.  En no más de una hora habían llegado hasta un lugar tan distinto y peculiar, que no podían dejar de asombrarse y mirarse entre sí.

Una vez allí, les fueron presentados sus dos guías (David y Vladimir) y el grupo de ayudantes que, horas después, descubrirían eran multiuso. Les dieron las primeras indicaciones para el arranque, les presentaron el resto de la delegación (4 argentinos más y 2 australianos), y se sacaron la foto de ocasión para retratar el comienzo de la aventura.  Tras cruzar un puente de madera algo inestable, había comenzado oficialmente el Camino del Inca.
Uno de las primeras cosas que les habían explicado, era que el recorrido iba a tener una duración de 4 días. Que el mismo constaba de 42 kilómetros de extensión, y que se dividiría de la siguiente manera: Un primer día de 12 kilómetros en una superficie más bien plana. Un segundo día de otros 12 kilómetros, pero ya ahí con subidas y bajadas incluidas (donde se llegaría al punto más alto – los 4.300 mts.). Un tercer día con otros 12 kilómetros casi todo en bajada, y finalmente un cuarto día de tan solo 6 kilómetros de caminata horizontal.

El desafío resultaba interesante. Tenían que ver ellos si eran capaces de lograrlo. Tenían en sus cabezas relatos de personas que habían podido lograrlo. Vivirlo en carne propia en cambio, era muy distinto, y eso pudieron empezar a notarlo desde el primer momento.
Los primeros metros se hicieron con mucha energía y entusiasmo. Abundaban las risas y la música.  Los cuerpos estaban llenos de ganas y el peso de las mochilas no se sentía en lo más mínimo. El paisaje por el momento no mostraba demasiado. El comienzo del recorrido estaba más centrado en las incógnitas que todos tenían. Incógnitas que iban desapareciendo a medida que iban avanzando por el camino de piedras.
Una de las primeras recomendaciones que tenían era la de amenizar las fuerzas. Sabían que el primer día debían hacerlo a un ritmo más bien lento, pero la curiosidad por saber qué iba a aparecer más adelante los hacía ir un poco más rápido de lo que debían. No se imaginaban en ese momento lo mucho que se arrepentirían de esa decisión.
Pasadas las primeras tres horas de caminata, las sensaciones eran positivas. Habían pasado el primer obstáculo, el de lo desconocido. Los cuerpos no acusaban cansancio, con lo cual el sentimiento predominante era el de satisfacción.  Llegaron a la primera parada, donde los esperaba un campamento improvisado con el almuerzo: Una sopa de entrada, y un riquísimo guiso. Liviano, claro está. Un breve descanso, y a arrancar de nuevo.
Tras unos pocos metros (me atrevería que menos de cien), apareció por primera vez en escena un amigo indeseado: El calambre. Se sabía que podía llegar, pero nadie esperaba que fuera tan pronto. Federico fue quién lo recibió sin mucha alegría. Era sin duda el que menos se había preparado para la aventura, y tras el buen arranque, los fantasmas  empezaban a asomar. Maldijo su suerte, y con una evidente cara de dolor, continuó con su caminata. En aquellas alturas, uno se da cuenta que el orgullo es más fuerte. No iba a decir nada, ni a pedir ayuda tan pronto.
El camino, como estaba previsto, empezaba a dificultarse. Metro a metro empezaba a pedir más esfuerzo y lo que hasta ese momento había sido horizontal, empezaba a ser cada vez más vertical. El clima, a su vez, empezaba a ayudar cada vez menos. Con la lenta desaparición del sol, el frío empezaba a hacer estragos, y en esas latitudes, todo se potencia más.
La alegría de las primeras horas se iba tornando en amargura. La satisfacción, en preocupación.
Los consejos que todos habían oído pero también desechado tras los primeros pasos, empezaban a tener más sentido. Ahora sí tenían razón todos. El orgullo empezaba a ceder.
Pero el camino era exigente, y había que seguir.  La tarde de ese domingo otoñal de Marzo empezaba a desaparecer. Sabían los viajantes que faltaban pocos metros para finalizar ese primer día de expedición. Posiblemente esa misma aproximación hacia el final generaba mayor ansiedad, y con ella, mayor desesperación. El dolor, instalado en las piernas, había llegado para quedarse.
Federico sabía ya a esa altura, que la experiencia le iba a tornarse muy cuesta arriba. Sobre todo porque veía lo bien que estaban los demás. Eso solo potenciaba su bronca.
Pasadas las 6 de la tarde el sol finalmente desapareció, y  con él, el recorrido de ese primer día.
La primera de las 4 finales había sido derrotada.  Ese enemigo llamado cansancio les daba una pequeña  tregua: Una cena reparadora y algunas horas de descanso. Las carpas dispuestas una al lado de la otra los esperaban para finalizar ese primer tramo de la aventura. Una sensación de alivio y triunfalismo los invadía.
No sabían que un nuevo actor los esperaba al día siguiente. Un actor esperado, pero poco  deseado: La altura.

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