lunes, 17 de octubre de 2011

Tres lugares 3

Ciudades coloniales:


3 - Valle de ángeles:
Ubicada a 22 kilómetros al oeste de Tegucigalpa, capital de Honduras, esta pequeña ciudad ofrece una infinidad de pequeños puestos de antigüedades ubicados a lo largo y a lo ancho de sus pequeñas calles. Como suele ocurrir con ciudades de este estilo, es transitada día y noche por un sinfín de turistas que llegan desde todo el continente. Sus interminables ferias, por otro lado, son su marca registrada, ya que allí puede encontrarse cualquier cantidad de artesanías locales.
Las montañas y las selvas que la rodean le dan a su vez, un marco fabuloso que la hace muy especial.

2 - Colonia del Sacramento:
Acá en frente y a solo una hora de viaje se puede apreciar esta pequeña ciudad uruguaya. Pequeña únicamente en cuanto a tamaño, ya que la dimensión que ha tomado en el último tiempo ha sido asombrosa.
Recorrerla, a pie o en bicicleta, puede resultar una experiencia sumamente interesante. El fuerte, la plaza de toros y la feria municipal, son parte de su identidad. Sus calles empedradas, mantenidas tal y como fueron construidas originalmente, y sus pulperías, recicladas y mantenidas, logran transmitir una sensación de eternidad. Colonia en definitiva es eso, una ciudad sin tiempo. 

1 - Cusco:
La antigua capital del imperio inca parece una ciudad detenida en el tiempo. Sus contrucciones, su cultura y sus habitantes transmiten la sensación de estar situados en otra época, muy distinta a la actual.
Su ritmo de vida por lo tanto, parecen también pertenecer a otro momento. Suelen verse grandes cantidades de personas caminando por las calles todas juntas, muchos mercados y negocios en donde se venden todo tipo de productos, e infinidad de puestos de comida.
Todo esto a su vez, adornado con la herencia de sus antepasados, lo cual puede apreciarse en los paseos turísticos por iglesias y museos.
Cusco es esto. Una auténtica ciudad colonial.

lunes, 3 de octubre de 2011

México D.F. en primera persona:

Algo se mueve

Allá por finales del año 1999, y con el "1 a 1" todavía vigente había surgido la posibilidad de hacer un viaje a un destino algo exótico. No era tan común en aquellos tiempos viajar a México, así que la experiencia resultaba particularmete atrayente.
Amparados posiblemente en las dudas que provocaba el destino casi desconocido, todas las personas a las cuáles les contaba del destino tenían algo para aconsejar. "Cuidado que hay mucha delincuencia", "no tomes el agua corriente que está contaminada", "cuidate de la altura" eran algunas de las frases más repetidas. Sin embargo había "algo" de lo que nadie me advirtió.
La idea del viaje era recorrer el Distrito Federal, la ciudad de León, y finalizar con unos días en Cancún.
Diez horas después de partir de Ezeiza, arribé al D.F., capital del país. La primera impresión que recuerdo haber experimentado una vez llegado al aeropuerto de Benito Juárez fue la de sentirme un ser mínimo. Sin ser el aeropuerto más grande, las masas de viajeros y de turistas que lo recorrían a lo largo y a lo ancho hacían que uno se sintiera insignificante. 
Si bien eran pocas las referencias que tenía de la ciudad, sabía sí que quería visitar el famoso Zócalo, el estadio Azteca y las múltiples ruinas precolombinas que la cubren en gran parte de su territorio. Pero México me deparaba "algo" más, algo que no me imaginaba.
Luego de los controles aduaneros correspondientes, me dirigí hacia el micro que me esperaba para llevarme al hotel. Crucé una pequeña calle, mostré mi boleto y subí. Una vez arriba, busqué mi asiento, acomodé mi equipaje de mano, y me instalé. Muy cómodo allí, y esperando la salida, empecé a ver los primeros paisajes que el país me regalaba a través de la ventanilla. 
De repente, un pequeño pero intenso sacudón hizo que la alegría de la llegada se convirtiera en inquietud. El micro, que en aquél momento estaba esperando por más pasajeros, experimentó un pequeño movimiento, que para algunas personas a mi lado había sido imperceptible. No para mí, que sí lo había sentido. Imaginé ahí un montón de cosas, pero ninguna ni remotamente cercana a lo que en verdad había ocurrido. 
Ni siquiera minutos, segundos más tarde, empecé a escuchar: "Parece que fue en Oaxaca...parece que fue en Oaxaca". Un clima de incertidumbre se había instalado ya en el ambiente. La gente allí empezaba a mirarse sin saber que estaba pasando. Una duda flotaba en el aire. Algo raro estaba pasando, y ya no podían seguir ocultándonos la verdad. 
Finalmente el chofer del micro subió, y sin más vuelta anunció ese "algo" que nadie me había advertido: 
"¿Sintieron ese movimiento?. Ha sido un terremoto".