lunes, 8 de octubre de 2012

Colonia en primera persona


Un viaje de película


Una frase trillada y escuchada hasta el hartazgo reza que, la realidad supera la ficción.
Podemos discutir si es o no real, lo que no podemos dejar de hacer es comprobarlo.
Hace no más de un mes, y gracias a un concurso, me gané dos pasajes a Colonia por un fin de semana. La suerte parecía de mi lado. No tenía más que armar las valijas y arrancar.
La cita era un viernes a la tarde, con salida anticipada del trabajo incluída.
El lugar: Puerto de Buenos Aires. Los protagonistas: Ella y yo.
Con cansancio a cuestas, pero dispuestos a relajarnos y disfrutar. El escenario estaba planteado de manera ideal.
El buque de la famosa empresa rioplatense estaba ahí ya estacionado, prácticamente esperándonos a nosotros, que llegábamos con el tiempo justo.
Sin siquiera despachar la única valija que llevábamos, mostramos nuestros tickets, y nos subimos.
Encontramos los últimos dos asientos libres y nos sentamos.
La vista era ideal: Agua y paisajes a un mismo nivel, rodeándonos de ambas partes. A nuestro lado, muchas familias y turistas dispuestas a pasarlo igual de bien que nosotros. Me era inevitable pensar: “¿Habrán tenido ellos la misma suerte que nosotros?”
La sirena suena y el barco arranca. Estaba ahora solo a una hora del descanso procurado.
Parecía todo demasiado perfecto. Ella y yo ahí de la mano  disfrutando el momento. Quizás demasiado hollywoodense, pero real al fin.
Si nos atreviéramos a trazar ese paralelismo, podemos pensar que estábamos a mitad de la película. Lo que no advertimos en ese instante, es que suele ser allí el momento en el cual se desata el conflicto.
Empezábamos a notar que el paisaje ya no era el mismo. Las nubes comenzaban a oscurecerse lentamente, y el viento, a azotar de manera más brusca. Ese andar tan relajado del buque comenzaba a ceder ante los movimientos más fuertes que provocaba el río.
Las estanterías de los negocios dejaban caer sus productos y los gritos entre los pasajeros se multiplicaban.
De repente, esas mismas manos que viajaban tomadas, empezaron a apretarse más, pero no ya por placer, sino por miedo.
De un momento a otro el género de la película parecía virar del romanticismo al drama. Comenzaban a escucharse en el aire frases impensadas cinco minutos antes: “¿Quién me mandó acá?”, “¿cuándo se va a acabar esto?” “¡me quiero ir de acá!”.
Por mi parte intentaba disimular mi miedo y mis mareos hablando de cualquier otra cosa. Mi aparente calma tenía como único objetivo que ella no se pusiera peor.  Mientras tanto, la música de los auriculares se mantenía inalterable, como intentando mitigar el pánico.
Los minutos pasaban y el destino no aparecía. La hora de viaje se había convertido ya en una hora y media.  ¿Nos íbamos a salvar?
No hubo icebergs, ni primeras clases. Tampoco finales tristes ni premios Oscar.
Nadie jamás hará una película sobre lo que nos pasó, pero tampoco nadie nos va a sacar esa hora en la que nos sentimos protagonistas de película. A pesar de todo, habíamos llegado a Colonia.

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