domingo, 8 de julio de 2018

Capítulo quinto: El comienzo

Dos días más tarde al citado 12 de Junio empezaba mi Mundial. La madrugada del domingo 15, partió de Buenos Aires el famoso vuelo de GOL. Tres horas me separaban de mi primer destino, y por ende, mi primer desafío: Ese mismo día, Día del Padre, debutaba Argentina en el campeonato. Lo hacía en Río de Janeiro a las 7.00 de la tarde enfrentando a Bosnia. Durante todo ese domingo yo estaría haciendo viajes y conexiones, y no tenía en claro dónde ni cómo iba a poder ver ese partido. No es un detalle menor. Para alguien tan fanatizado con los Mundiales, perderse ese primer partido era casi una tragedia. Tenía que lograr en el correr de un día llegar desde San Pablo hasta Búzios, donde me esperaba mi primera noche de hotel. Estamos hablando de nada más y nada menos que 600 kilómetros. Dicho viaje requería una escala intermedia, justamente en Río de Janeiro. La ecuación era simple. Si intentaba hacer todo el trayecto de un solo envión, es decir, sin permanecer un solo minuto en la terminal de Río, llegaba temprano al hotel, pero me perdía el partido. Opté entonces por tomar el primer micro que saliera de San Pablo y, posteriormente, el último que lo hiciera a Búzios. De esta manera, me permitía ver el partido, aunque sea con los bolsos encima y de manera incierta en cuanto a comodidades. Fue una apuesta.
Un tema no menor me restaba definir a mi llegada: Retirar mis entradas. Sabía por averiguaciones que dicho trámite podía realizarse en unos puestos que la FIFA había establecido en los aeropuertos de las ciudades sede. Una vez descendido del avión, busqué estos mismos stands y, documento en mano, recibí mis preciados tickets. Era la culminación del sueño. El momento en que el último vestigio de escepticismo se alejaba de mi. Ya no había trampa. Tenía las entradas en mi mano.
Como un delincuente que no quiere delatar sus movimientos, las escondí en mi bolso observando de manera detallada el alrededor. Los miedos sobre robos y fraudes no iban a quitarme ese preciado momento.
Siendo ya las 12.00 del mediodía me dirigí al centro de trasbordo de colectivos dispuesto a tomarme aquél que me llevaría hasta Rio de Janeiro. Tenía por delante seis horas de viaje. Las mismas que faltaban para que empezara el partido de Argentina. El margen era mínimo. Pero estar sentado en mi asiento, rodeado de hinchas chilenos, uruguayos, argentinos y hasta algún que otro europeo, me hizo sentir que yo también había empezado a jugar el Mundial. Pasados ya los primeros momentos de ansiedad y nerviosismo, me pude relajar y empezar a disfrutar.

Las primeras horas de ese trayecto las dediqué, lógicamente, a descansar. Luego de algún café  y galletita que tenía encima, empecé a relojear un poco más el micro. No tenía mucha pinta de estar equipado con televisores, y mucho menos, de red inalámbrica. Mi celular, no el más moderno precisamente, no lograba establecer ninguna conexión. Ni brasilera ni argentina. Empezaba a pensar que en caso de no llegar al comienzo del partido, la posibilidad de ir enterándome el acontecer del mismo iba a estar complicada. El panorama afuera, en cuanto a paisajes, era bastante desolador. La solitaria ruta no invitaba demasiado en ese momento.
Promediando el camino, cuando mi reloj biológico me indicaba que habíamos llegado aproximadamente a la mitad del recorrido, el chofer decide parar en un bar al grito de "Parada de 30 minutos". En ese momento comprendí lo que siente un jugador que está aguantando el resultado y le adicionan cinco minutos. Se me vino la noche. No solo de manera literal. Los tiempos empezaban a achicarse. El margen para llegar en horario al comienzo de Argentina-Bosnia era mínimo. Con el miedo de que el micro me dejara, atiné únicamente a ir al baño. La oscuridad ya se había adueñado del camino con lo cual, hasta resultaba imposible mirar los carteles indicadores de la distancia. El partido estaba a sólo dos horas de empezar y yo sabía que, según mis cálculos, me quedaban por lo menos tres horas. En ese momento pensaba en todas las personas del mundo  que en la tranquilidad de sus casas, y rodeados de amigos estarían viéndolo y yo, la persona que más deseaba hacerlo estaba encerrado en un micro en el cual no había ninguna conexión con el mundo exterior. Pero a su vez pensaba que estaba en el mismo lugar donde el partido se iba a estar jugando. Tan cerca y tan lejos a la vez. Demasiados pensamientos todos juntos.
En el mismo momento en que comenzaban a aparecer los primeros vestigios de vida y luz alrededor, el reloj me marcaba las 7.00 de la tarde. Era la hora del comienzo. Imaginé que por ese mismo motivo el ingreso a la ciudad estaría liberado, ya que era el primer partido que se jugaba en esa sede, ni más ni menos que la sede de la final y el emblema del Mundial. No estuvo tan errado mi pensamiento. La entrada a la cidade maravilhosa fue bastante rápida.
Es en ese mismo momento que, invadido por la ansiedad, decido habilitar el celular para hacer y recibir mensajes de Argentina. No podía no estar al tanto de lo que estaba pasando. Mi primer mensaje, a mi mujer,  fue:
- "Llegué bien mi amor. Cómo va el partido ?"
- "Gana Argentina 1 a 0. Está terminando el primer tiempo".
Esa pequeña gota de felicidad al saberme nuevamente en sintonía con el mundo me hizo sentir como un náufrago avizorando una isla en el horizonte. Casi por un designio del destino, en ese mismo momento el micro llegó a la estación "Novo Rio".  Bajé corriendo, agarré mi bolso, y salí disparado hacia el primer televisor que divisé por delante. Mi inexperiencia en este tipo de eventos me demostró que las terminales o los aeropuertos son algo más que centros de transbordo. Son auténticos laberintos donde las mareas de turistas van y vienen de acá para allá, y donde hasta encontrar un simple televisor para ver un partido puede resultar complicado.
Después de varios intentos, finalmente encontré uno en que solamente me separaban unos pocos metros. Mi visión era bastante lejana, pero no me impedía ver el partido. Fue posiblemente mi primer momento de relajación. Me sentí por primera vez en condiciones de empezar a disfrutar. Más allá del partido en sí, lo que en aquél momento cautivó mi atención fue el clima. Hablo del clima mundialista. En aquél instante mi atención se centró en ver a mi alrededor. Lo que se veía eran hinchas de todos los países con sus camisetas, banderas y gorros. Bolsos dando vuelta de acá para allá, personas  tiradas en el piso descansando o cargando sus celulares. Un microclima único, y del que por primera vez me sentía partícipe activo.
Ya no me lo iban a contar más. Empezaba a ser protagonista. Ahora era yo el que lo iba a poder contar a mi vuelta.
Mientras todo esto pasaba por mi cabeza, Messi agarraba la pelota en la mitad de la cancha, tiraba una pared con Higuaín, y con su rosca clásica clavaba el segundo gol.  Los miles de argentinos allí presentes gritamos el gol como si se tratara de la final del mundial. Era el ansiado gol que tanto se le había negado cuatro años atrás en Sudáfrica. Era el primero además propio del equipo, ya que el primero de ese partido, a los cuatro minutos, había sido en contra.
El destino seguía jugándome a favor. La ecuación Mundial-Messi-Rio de Janeiro-Maracaná-Golazo se hacía presente casi como en un sueño y ahí estaba yo gritando y abrazándome con un santafesino, un tucumano y un misionero que miraban el partido al lado mío. Parecía un cuento, pero era la pura realidad.

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